Gloria Pimentel*
Me duele ya no poder ver a mi hijo. ¿Me extrañará? Me asfixio. Pienso en sus manitas, en cómo se aferraba fuerte a mí cuando empezó a caminar, queriendo que fuéramos juntos a todas partes. Todo cambió cuando Juan Carlos apareció en mi vida. Esa basura se cruzó en mi camino y, cuando lo llevé a casa, lo presenté como mi primo. Incluso mi niño lo miraba con desconfianza. Ahora comparto celda con una señora que se arranca el cabello; está aquí porque su patrona la acusó de robar una radio. La otra mujer, entre las volutas de su cigarro, cuenta cómo se deshizo del hombre que la golpeaba. Yo no les he confesado mi delito, pero sospechan la verdad. Mi abogado dice que saldré libre pronto… solo necesita más dinero.
Hoy, la jefa de la fajina, una presa flaca y gritona, nos reunió para darnos órdenes. Me señaló directamente mientras hablaba:
—¡Tú, a ti te hablo! No te hagas la desentendida. Este mes te toca lavar las letrinas. Y a usted, güera descolorida, le toca limpiar todas las escaleras. Las demás irán a los corredores y patios. Voy a revisar cada detalle de su trabajo. Quien no lo haga bien, se queda sin rancho. Y si no estoy de buenas, hasta el apando van a conocer, ¡desgraciadas pájaras de cuenta!
Durante un tiempo me asignaron a la cocina. Tenía que fregar ollas, limpiar mesas y tallar pisos. Al final del día, mis manos adoloridas apenas podían moverse. Veía a una larga fila de mujeres, presas como yo, recibir su charola con sopa y guisado, todo revuelto, junto con unas tortillas. En el desayuno y la cena, solo hay café negro y un bolillo.
Las regaderas están alineadas, una tras otra, sin muros ni privacidad. Decenas de ojos me observan con morbo, evaluando si tengo barriga o si mis senos están caídos. Con el paso de los días, ya no me importa. Pero algunas miradas son obscenas, me obligan a salir rápido de los baños.
Las primeras noches fueron un suplicio. El silencio se mezcla con ronquidos y el crujir de los catres; a lo lejos, alguien se queja. A través de los barrotes de la ventana alcanzo a ver la luna y algunas estrellas. Justo cuando empiezo a conciliar el sueño, las imágenes de mi hijo aparecen en mi mente. Lo veo abrazar a su conejo de trapo, acariciándolo, hasta que el muñeco lo muerde y él sale corriendo, asustado.
Entonces, en mis pensamientos, el maldito de Juan Carlos vuelve a perseguirme. La sangre aún brota de su pecho, y yo lanzo la pistola por la ventana. Pero el arma regresa, batiendo sus alas como un cuervo acusador.
Después de varios meses, mi esposo me visita. En sus ojos leo el perdón. Me propone la visita conyugal. Siento un vacío inmenso en el estómago; ya no quiero intimidad con él, pero finjo tranquilidad. Trae algunos objetos personales, y entre ellos descubro el conejo de trapo de nuestro hijo. Mis manos tiemblan al levantar aquel querido objeto, el que le regalé en su cumpleaños. Con voz apagada, pregunto si algo le ha pasado a nuestro niño. Él responde: —Ya no quiere a su conejo. Le ha arrancado los dientes y lo ha dejado tirado en un rincón. Dice que es un mentiroso porque le asegura que pronto vas a regresar a casa. Duerme todo el día, ya no quiere ir a la escuela ni jugar a la pelota con sus amigos. Le he preguntado a la trabajadora social del reclusorio si el niño podría venir a visitarte. Tal vez así entienda que sí le importas, que lo quieres y que algún día volverás.
Todo se oscurece a mi alrededor: el cielo, los árboles, el suelo. Mi rostro se endurece, y doy la vuelta, dejando a mi esposo solo en medio del patio, donde las demás presas conviven con sus familias aquel domingo. Mis piernas tiemblan; apenas logro llegar a mi cama. Aprieto la almohada, mis manos crispadas y el corazón latiendo con fuerza. Una única idea martilla en mi cabeza, una y otra vez:
¡Jamás, jamás permitiré que mi hijo venga a verme… jamás!
* Médica con maestría en sociología. Tallerista de la Colectiva Mujeres morena República Mexicana.
Recreación basada en el cuento “Conejo” de Abelardo Castillo. Diplomatura. Módulo 1. Bajo la dirección de Gisela Honorio. Septiembre de 2024











