La bella y la bestia

Gloria Pimentel Chagoya*

Foto: Título: Mujer en el lago; autora: Paola Trincado; técnica: acrílico sobre papel, 2024

Tenía 12 años, empezaron a llegarme, fue normalizando para mí que era normal que te violen, que te persigan, que te acosen…le digo a mi mamá ¿Pero porque? A toda mujer le pasa, me dijo” Joven wichi. Pueblo originario. Argentina.

La milpa se mueve, alguien viene, se acerca. Se me caen los elotes. Debo salir pronto de aquí.

 Un enorme brazo me atrapa y forcejeo. El Boby, mi perro, se le va encima al hombre, le clava los colmillos en las piernas y éste huye con el pantalón teñido de rojo.

Cómo lo odio. Cuando pasa cerca de mí, siempre me clava su turbia mirada.

Corro a contarle a mi abuela; las piernas me tiemblan. Al entrar a mi casa, la encuentro tumbada, dormida en una silla. Aún tiene en la mano una lata de cerveza.

¿Vale la pena aumentarle los pesares?

Me toca llevar los borregos a pastar. Quisiera negarme y decirle a la abuela que tengo miedo, pero ya está grande, y dice que ya estoy en edad para hacer estos quehaceres.

Está amaneciendo. Hay neblina. A lo lejos, el volcán corona el horizonte con una fumarola.

Mi Boby es un buen ovejero, va arreando a los borregos. Rumbo al monte está la mejor pastura.

Llevo un palo, y en mi morral la abuela ha colocado unas tortillas con frijol y agua.

Cuando estoy compartiendo el almuerzo con mi perro, los animales empiezan a ponerse inquietos. Una sombra me cae encima. Aún logro zafarme.

El Boby lo ataca, pero el tipo le da un machetazo. Me alcanza justo al llegar cerca de la barranca. Su cuerpo me ahoga y, con un esfuerzo desesperado, lo empujo. Su cuerpo cae al precipicio.

Cuando le cuento a la abuela, ella temblando guarda algo de ropa en mi mochila y me sube al camión rumbo a la Ciudad de México.

La tía Carmela me pone a trabajar como doméstica. La patrona me acomoda en un cuarto en la azotea.

Extraño a mi abuela, le lloro a mi perro. ¿Qué va a hacer ahora ella sola? Mi madre casi no la visita por estar con su hombre. Por eso bebe.

Por las noches, la espalda ya me punza de tanto limpiar a todas horas.

Ojalá mi conciencia estuviera tranquila. Seguro que lo maté.

Hasta durmiendo me persigue: sale de la barranca con sus ojos amenazantes y las manos ensangrentadas.

Cualquier ruido en la calle me sobresalta; si tocan la puerta, me sudan las manos.

Los meses han transcurrido con lentitud. Cuando creí que ya no me encontraría, un día llegaron dos policías. Me sacaron esposada, mientras la patrona, sorprendida, pedía explicaciones.

La patrulla se dirigió a mi pueblo. Sentí largo el camino, entre amenazas y groserías de aquellos uniformados. El sol se estaba ocultando cuando llegamos.

En la presidencia municipal me encierran tras las rejas. El frío me cala los huesos por la noche.

A la mañana siguiente, me despierta el ruido del cerrojo. Se acerca por el pasillo una silla de ruedas. Es él. Me clava su mirada de odio. Los músculos de su rostro están tensos.

Con rabia lanza un escupitajo que me alcanza la cara. En respuesta, le doy una bofetada.

Los policías me jalonean y me encierran nuevamente en la celda, mientras le grito una y otra vez:

—¡Desgraciado! ¡Eres un violador! ¿A ti quién te va a castigar?

El fin de semana, en una ceremonia ante la comunidad —las mujeres y hombres vestidos de negro—, el Mayordomo despliega un papel amate y lee la sentencia:

—Gabina, arrojaste al barranco a Don Nicolás y lo has dejado lisiado. Ahora, en base a nuestros usos y costumbres, deberás reparar el daño. Tú dices que abusó de ti, pero eres

—Eres una malagradecida —dijo el Mayordomo—, porque él iba a responder ante tu familia, dándote una dote y su nombre en matrimonio. En cambio, lo has dejado inútil de por vida. Eres una mala mujer.

La burla se reflejaba en sus rostros. Hombres y mujeres fueron testigos de cómo tuve que colocar mis manos sobre su cabeza y prometer cumplir el castigo. Negarme significaba cárcel de por vida.

Las lágrimas bañaban el rostro de mi abuela. Después supe que mi madre ni se presentó. Ya no quería saber nada de mí.

El primer año a su lado fue una tortura: tener que bañarlo, cambiarle el pañal, moverlo, hacerle de comer, mantener limpia la casa. Vivía con él una de sus hermanas, siempre acosándome, riéndose de mí.

Si Don Nicolás estaba de malas, me jalaba el cabello o me golpeaba con el único brazo que podía mover. Por suerte, su entrepierna ya no funcionaba, pero aun así, cuando dormía, me manoseaba. En sueños trataba de zafarme sin lograrlo, hasta que, ya despierta y con asco, lo empujaba lejos de mí.

Sí, mejor me hubieran dejado en la cárcel, porque terminada mi sentencia, ya quedaría libre para siempre.

Estoy leyendo la etiqueta de su medicina. Si no se la toma, puede presentar ataques.

Igual, si le vacío más pastillas en su licuado, quedará dormido como un bendito y yo diré que no me di cuenta.

Aquella noche me decidí. Esta vida ya no es vida. Le doy de cenar y, al contrario de lo esperado, duermo muy tranquila.

A la mañana siguiente está aturdido, como sonso, pero aún vive. Ya no puedo esperar más. Aprovecho que su hermana anda en la ciudad y le digo que lo voy a llevar a pasear al campo. Él, como un corderito, acepta mi sugerencia.

Y ahí vamos, rumbo al monte, hacia la barranca… a terminar mi tarea inconclusa.

* Médica con maestría en sociología. Tallerista de la Colectiva Mujeres morena República Mexicana.

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